sábado, 17 de julio de 2010

Labios

Estas puertas cerradas son mis labios que ya no pueden pronunciar palabra. Han quedado sellados por la angustia, y el pavor a tropezar con la palabra errada, los petrifica. Se han cerrado, como se cierran las puertas (y las piernas) ante la amenaza: con cerrojo. Cerrojo de los que se deslizan desde adentro, de los que no dejan salir las buenas ni las malas noticias, de los que dejan que todo se vaya muriendo adentro, pudriéndose, hasta que se caigan los muros o hasta que algún osado, movido por la curiosidad y la compasión (amigas inseparables), decida romper el vidrio de una ventana. Pero y ¿qué si la casa es alta? ¿Qué si se vive en una torre? Entonces todo se pudre sin remedio, sin noticia, sin ningún asomo de contacto para esa soledad que ha decidido vivir tan sola, ahí tras esa puerta con cerrojo.
Por un ojo mágico me asomo para ver el mundo converger en un punto detrás de mi pupila. Veo luces y seres que caminan, veo calles, plantas y hasta se asoma por ahí algún brote de alegría. Pero mis labios no se abren. No. Permanecen sellados e indiferentes incluso ante los golpes en la puerta o la melodía del timbre. ¿Hay alguien ahí?, preguntan, y yo doy media vuelta y trago para no atragantarme con la respuesta que, a fuerza de uñas, ha logrado trepar hasta mi garganta.

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